Claudia

Afuera insiste la lluvia, sobre su música las palabras caminan con la tranquila lentitud de lo irrefutable. En la cama, desnuda, con las nalgas en la almohada y la espalda abandonada a la pared, Claudia repite su historia. La agonizante luz de la vela agiganta su silueta en la rugosidad de la pared surcada por ríos que descienden del techo. Su única lágrima vuelve siempre a despedir a la infancia; el relato empieza a doler.

Siempre quiso algo más; pero no era tener lo que quería. Cada regalo, cada deseo cumplido era una frustración. Nadie entendió nada. En su amplio dormitorio se amontonaban objetos que la ahogaban. Solo sabía que no era tener lo que quería.

Cada tarde se escapaba a caminar, a buscarse en otros ojos. Cada noche regresaba llena de soledad. Hay más vidas alrededor y todas quieren tener. Todas saben. Nadie se pierde, nadie busca aunque no sepa qué.

Caminar se convirtió en una obsesión, cada vez caminaba más rápido para llegar más lejos. Todas las calles escondían vidas ocupadas en tener. Necesitaba encontrarse o perderse definitivamente, escapar. De regreso a la casa el peso de la noche le apretaba el pecho.

Rendida, su deambular volvió a ser lento. La noche pesaba a plena luz del día y su andar monótono la conducía siempre al mismo lugar, donde compraba en gramos su destrucción. Había decidido perderse para siempre.

No sabe si alguien se sorprendió o si alguien la buscó. Simplemente no regresó. Esta casa estaba sola y no tenía puertas, venía siempre a perderse un rato. El día que nos descubrimos aquí fue la primera vez que se encontró en otros ojos, por eso decidió quedarse. Tenía la esperanza de que yo le dijera lo que había que buscar. Al conocerme su ilusión fue desapareciendo y por primera vez en diecinueve años estuvo segura de algo. Yo sólo era la confirmación de su perdición definitiva.

Un trueno sonó como el último acorde de la orquesta que acompañaba su voz y puso fin a su relato. La vela había renunciado a su agonía. Dejó de mirar el movimiento de sus pies y su mirada se perdió en la infinita oscuridad de la habitación.

Por horas caminé culpable y sin rumbo, intentando escapar de su mirada perdida, de la aguja entrando en su brazo, cargada de una dosis imposible de soportar.

No era tener lo que quería, pero nadie entendió nada.




Eladio Camejo

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