La habitación 32

Aún en la mente de tan extraordinario italiano no se intuía semejante pieza exclusiva.
Es que ni en la foto del hall roída por el tiempo se podía apreciar.
Nadie imaginó nunca que su extraño placard, sus botellas de agua, sus dos colchones forzados a fusionarse y su ventilador musical podían, de buen talante y sigilosamente, descorchar la pasión en su sentido más puro, espontáneo y encantador.
La ventana abría a un mundo y paradójicamente lo encerraba.
Si bien todos sabemos que el kronos toma rumbo a su antojo y no existe fuerza cósmica, financiera o educativa capaz de intimidarlo en sus ritmos, cierta brecha, tal puerta de otro plano, que algunos llaman ultrawash, nace estrepitosamente, y no hay quien se resista a navegar en sus misterios.
Conocido ya es el caso de aquella niña que, amante de la velocidad y excelente conductora de transportes de dos ruedas con encendido eléctrico, obturó cualquier posible estupidez propia y se entregó sin reparos y con incipiente confianza a las manos flotantes de río y de cloro de aquel otro niño cuyo enigma era justamente él mismo, ahogado de melancolía dulce de vida, buscador incesante y filósofo de vocación escondida. Encontró, junto a él y previo pasar eterno y fugaz por los dos números, la manera perfecta de vincularse con el kronos de forma tal, que ni el kronos los manejaba a ellos ni ellos a él, equilibrio atípico que muy pocas veces se siente en su plenitud.
Los tres descubrieron el significado exacto que la habitación 32 escondía: la simpleza cronopila que ama profundamente, con convicción y sin espejismos, la libertad no estereotipada, intransferible, desoladoramente hermosa, acaloradamente sublime.



F. Emma T.

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