Náufragos en la ciudad.

Sigue lloviendo, y uno ya perdió la memoria de cuando empezó esta lluvia triste. Caminamos entre saltos, esquivamos los pozos de las veredas y nos cuidamos de que los autos no nos salpiquen. El bar es el refugio, y hasta ahí llegamos. Nos esperan los muchachos, como todos los viernes: en la mesa ya están Alfredo, Jorge, Walter y Tabaré, que hoy vino y nos dio la sorpresa a todos. Hay veces, como en esta tarde, que me siento un náufrago en una isla. Porque el boliche es eso: una isla. Afuera está el océano tormentoso y desconocido.
A nadie se le ocurrió pensar que somos náufragos. Que hace siglos llegamos aquí, a esta isla mayor que es la América.
Llegamos o nos trajeron, no sé.
Todos los días caminamos por la isla haciendo nuestras tareas cotidianas. A veces llegamos al borde del mar y nos detenemos, sin poder salir. Miramos la inmensidad de esa agua turbia y regresamos. Hace tantos años que estamos por estos parajes que ya muchos ni imaginan que más allá puede haber otra cosa que no sea agua salada. Algunos que salieron, al volver, nos dicen que sí, que hay otras ciudades parecidas a ésta pero mucho más antiguas, y que la gente de allí puede ser una parte de los parientes que tuvimos y olvidamos.
En esto se ha tornado nuestra vida: en la larga espera de un posible regreso. Lástima que a algunos no nos va a alcanzar el paso por la tierra para lograr esa hazaña.


Julio César Parissi

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